En ese Madrid de gélidos amaneceres y mañanas de escarcha, muchas lavanderas trabajan de lunes a sábado, reservando el primer día para la recogida de prendas y el último para la entrega. Sus ingresos nunca son fijos, ni siquiera los de aquellas que sirven en las casas más acomodadas. Hacia 1930  pueden cobrar, de media, 20 céntimos por la limpieza de cada sábana que cae en su cesto, 15 por cada camisa y hasta 10 por un par de calcetines. Las mejor posicionadas cuentan con una o varias ayudantas que se encargan del lavado. Junto a ellas, las talagueras  constituyen un modesto subgremio, cargando sobre sus torcidas espaldas los sacos de ropa que, una vez limpia y secada al sol, retornan a manos de sus dueños.

Otras lavanderas lidian en solitario con toda la faena, haciéndose cargo del pago del cajón en el que lavan y del tendedero, así como del jabón y la lejía. Entre las más humildes es frecuente el aprovechamiento del recuelo , que es como llaman a la disolución de potasa donde lavan sus propias prendas, después de haber sido ya usada en el lavado de las de sus clientes.

Hay también mujeres que bajan a lavar de manera esporádica. Son conocidas como golondrinas  por solo acudir en determinadas épocas del año. Entre ellas figuran familias modestas que aprovechan una tarde en el merendero para ahorrarse, ya de regreso, algunas monedas. Generalmente empleadas en viviendas distinguidas, las golondrinas escogen las horas más discretas de los domingos, cuando los cajones de sus compañeras se encuentran vacíos. “Chica, ya bajan las aves”, dice Colasa a Manuela en unos versos con firma de Francisco Robello . “Como estamos en verano, salen de sus huroneras. No vendrán el mes de enero con frío, escarchas y nieblas”. Mientras, otra grita: “El tendedero y la banca que ocupa usté sepa, prenda, que a mi toditito el año me cuesta güenas pesetas, con que si quiere lavar, a otra parte con la fiesta”.

Pero el Manzanares no entiende de distinciones. En sus aguas lo mismo se lavan blusas de seda y pañuelos de hilo que camisas que subsisten a base de remiendos. Pese a la escasez de su caudal, objeto de las burlas de Luis de Góngora y de las mofas de Francisco de Quevedo, los días de crecida engulle por igual prendas de unas lavanderas y otras. Expuestas a perder su clientela, deben reponer de su bolsillo el valor de las ropas que les son arrebatadas por la corriente y por los rateros. Los hurtos de cacos y pilluelos no son el mayor de sus problemas. A veces, el mismo río en el que se ganan la vida también se la quita. En los peores inviernos, más de una lavandera fallece por culpa de las bajas temperaturas . Con el cuerpo entumecido y el semblante rígido, la orilla es lo último que ven sus ojos antes de desvanecerse. La humedad es también su compañera. Además de la propensión a contraer enfermedades reumáticas, epidemias como la del cólera hacen especial mella en ellas.

Madrid no vive de espaldas a este microcosmos. Son ya muchas mañanas siendo testigo de éstas y otras escenas. Algunas son igualmente trágicas, como las que desencadenan las tormentas que arrasan a su paso con tablones, tendederos y ropas, dejando cuantiosos destrozos y un rastro de lamentos. En épocas de crecida, la desgracia se ensaña especialmente con aquellas lavanderas que se ven sorprendidas por la corriente, que a su paso deja también más de un deceso .

Trabajar bajo techado tampoco es necesariamente una garantía. Lo acreditan sucesos como el que acontece en mayo de 1886 en el Lavadero Imperial, situado en el paseo que lleva el mismo nombre. Allí faenan unas 200 personas. A última hora de la tarde, cuando muchas operarias se disponen a colgar las ropas, mientras el encargado recauda el alquiler de las pilas y los mozos de cuerda preparan sus sacos para llevarlos a Madrid, un viento huracanado irrumpe en el lavadero. Sólo una de las tres naves de las que consta logra quedar en pie. Más de una quincena de muertos, entre los que figuran dos niños, y cerca de una veintena de heridos son las dramáticas cifras que arroja este episodio. “¡Pobres chiquillos!”, escribe en su crónica El Imparcial , en alusión a los huérfanos que deja la tragedia. “Medio desnudos andarán por las calles pidiendo limosna, irán a mendigar las sobras del rancho a la puerta del cuartel; y cuando crezcan el sexo dividirá a la turba de pilluelos: los hombres irán al matadero o a los mercados o a la cárcel. Las mujeres, acaso al lupanar”.

Extracto del libro ‘Fuimos Indómitas’ de Victoria Gallardo

Lavanderas del río Manzanares, 1915. Baldomer Gili Roig. Museo de Arte Jaume Morera
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