Que la Plaza de Oriente o el Retiro eran lugares donde los niños han jugado siempre, es una obviedad. Pero hasta hace no mucho, cualquier calle o plazuela servía de escenario de juegos. Eran frecuentes las pedreas que casi siempre acababan con algún cristal roto o las tardes enteras sentados en las aceras mientras se tiraban las tabas.

Años antes era común oir el tintineo de los aros por el empedrado de las calles. Los aros caros se compraban en las tiendas e iban adornados con cascabeles. Otros se conformaban con varillas de hierro que habían sido conseguidas en la cacharrería o con las yantas de las bicicletas.

Para jugar al fútbol, muchos chiquillos agudizaban el ingenio y confeccionaban una pelota hecha con trapos o periódicos. Los que tenían algo de dinero, compraban uno de esos balones de goma que se compraban en los bazares a un precio muy económico pero que duraban muy poco tiempo inflados.

Un juego muy popular entre los chicos era el de las tapas de cerillas que consistía en tirarlas contra una pared, perdiéndolas ante otro jugador si salían boca abajo y ganando las del compañero si a éste le salía del revés. Este juego era muy seguido por los jovencitos de principio del S. XX, pues en las cajas de cerillas aparecían seductoras bailarinas y las cupletistas más provocadoras de aquel momento.

Descansando entre correrías y pídolas, también se veía a los críos jugar con un cordel que entre sus dos manos formaban figuras increíbles o cambiar cromos o alquilar tebeos. Uno de los juegos más conocidos era el corro, un juego que se nutría de las coplas y cuplés de moda.

las niñas, haciendo una reuda, cantaban la triste historia de Alfonso XII y la muerte de su esposa, las crueldades que soportaba Santa Catalina, las impertinencias de los jovencitos en el Salón del Prado o las ansias de matrimonio de la viudita del conde Laurel.

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