En víspera del Día de Todos los Santos os contaremos algunas historias que quizás no todos conozcan. Tras la dominación árabe, en Madrid comenzaron a realizarse los entierros dentro de las iglesias, conventos y parroquias e incluso en los patios, huertos y jardines anejos, según la importancia y disponibilidad económica del fallecido.
La plebe o gente humilde era inhumada en los patios o jardines exteriores, pero como muchos de estos espacios se saturó, se creó el cuerpo de «mondas parroquiales», formado por aquellas personas de buena voluntad que eran las encargadas de limpiar los restos humanos y enviarlos a fosas comunes de los extrarradios de la ciudad para liberar el espacio de las tumbas próximas a los templos.
Después de estas prácticas, llegaron los cementerios, más o menos como los conocemos hoy. La palabra cementerio tiene su origen en una palabra griega que significa «sueño» y la palabra necrópolis, que también procede del griego, significa «ciudad de los muertos».
Entre los primeros cementerios de Madrid destaca el visigodo de Valdeberbardo, otro musulmán cerca de la Plaza de la Cebada y otro judío en Embajadores, no en vano el vecino barrio de Lavapiés fue la antigua judería de la Villa.
También hubo un cementerio con un nombre un tanto curioso para su fin, el llamado de la Buena Dicha en el hospital que así se llamaba. Fue construido en 1594 y la tapia del cementerio daba a la antigua calle de la Justa, actualmente de Los Libreros. Allí fueron enetrradas algunas víctimas del 2 de mayo de 1808, entre ellas la de la heroína Manuela Malasaña. Existió hasta el S. XIX y en ese solar se levantó, en 1917, la Iglesia de la Buena Dicha.
Más información en Madrid para morirse… de risa y de asombro de Ángel del Río.