En el año 1671, en las cárceles del Santo Oficio de la Villa se alimentaba a los reos a base de pan, cordero, merluza, sardinas, sopa, verdura, lechuga, higos, aceite, vinagre y vino. Sin embargo, puesto que hubo protestas sobre este régimen de alimentación, debe ponerse en entredicho la calidad real de estos alimentos. En 1675 se dedicaban cinco reales para la manutención de cada preso, en una época en la que era difícil llevarse un mendrugo de pan a la boca. La comida de cada recluso consistía en un pan de diez cuartos, dos reales de carne de carnero, especias, verduras y tocino para el guisado de la noche, tres libras de carbón y un cuartillo de vino. Contaban además para el servicio de su celda con “una escoba, una jarra, un cántaro, un candelero, platos y escudillas, barreños, cubos y sogas para sacar agua del pozo.

Las cárceles solían tener su cara y su cruz y la estancia de los penados en ellas dependía en muchos casos de la suerte que tuvieran con su moneda. Ni qué decir tiene que la vida en la prisión era severa y que existía un número de muertes dentro de sus muros no atribuibles a torturas (que pasado el proceso de los interrogatorios no se aplicaban), sino a las condiciones insalubres de las celdas empeoradas con el hacinamiento de presos. En 1699 fue recluida en los calabozos de Valladolid a una costurera de cuarenta años junto a sus cuatro hijos. “En seis meses los dos menores tuvieron que ser ingresados en el hospital donde murieron”.

El Santo Oficio aplicaba en estas prisiones cuatro castigos: La mordaza, para aquellos que blasfemaran; el “pie de amigo”, una horquilla de hierro que se colocaba en el cuello de los reos para que no pudiesen para la cabeza avergonzados tras una reprimenda; el cepo, un instrumento realizado con dos maderos gruesos que unidos conformaban en el medio unos agujeros redondos en los que se aseguraban los tobillos del reo para evitar que se escapase; y el cuarto castigo, del que se ha hablado poco, suponía un verdadero suplicio para los católicos fervientes pues se trataba de retirar el sacramento de la comunión al encarcelado hasta que demostrase su inocencia. ¡Cuánto sufrieron entre otros el arzobispo Carranza y fray Luis de León, privados de la comunión ocho y tres años respectivamente.

La Inquisición castigaba generalmente al inculpado a recorrer las vías de Madrid mientras recibía un número señalado de latigazos propinados por el propio penitenciado o por el verdugo de turno. Durante este obligado paseo por las calles y callejuelas de la Villa, grupos de curiosos satisfacían su morbo mientras una patulea de mozalbetes y niños corría tras el preso insultándolo y arrojándole piedras. La regla general era imponer hasta doscientos latigazos aunque casi nunca se pasaba de los cien. No existía límite de edad para recibir este castigo, consta en escrito que fue aplicado tanto a niñas de diez y once años como a ancianas de ochenta.

Texto incluido en nuestro libro ‘La Inquisición en Madrid’

La Inquisición en Madrid

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