La cosmética de la época repartía sus productos en dos grandes divisiones donde todos cabían mudas y blanduras. Mudas eran aquellos productos destinados a cambiar el color de las cosas o al menos avivarlo. Blanduras aquellos otros que emblanquecían la piel, que eran entonces el signo inexcusable de toda belleza. Así pues entre las mudas había que contar los papelillos rojos que humedecidos y frotados daban color rosado a las mejillas, el kohl que ennegrecía los párpados, los alcoholaba, según el término de la época, la cera avivaba los labios, aunque no le gustase a Quevedo que decía que prefería besar las bocas de las hortelanas de las cercanías madrileñas.

Así adobadas tratadas con polvos de arroz para dar mayor blancura a la cara y a las manos y el cuello y hasta en otras partes que también acababan luciendo alguna vez nuestras abuelas, la dama se perfumada con agua de rosas o vinagrillo de los siete ladrones o algún otro olor cualquiera. Pero como todavía no había perfumadores, ni aerosoles, una doncella tomaba un buche de aquella agua de olor y las espurreaba entre sus dientes sobre la bella, que giraba en tanto sobre sí, para recibir el perfume. Tanto más necesario cuando las abluciones no eran excesivas y resultaba preciso tapar el olor con el olor, así como las habitaciones no ventiladas para no perder el calor adquirido se perfumaban también quemando espliego o romero preparados para esta función

La moda que, nunca fue barata, resultaba pesada carga en aquellos días. Las ricas telas al uso y la gran dimensión de los vestidos femeninos, unidas a los adornos imprescindibles de puntas y pasamanería, hacían de un vestido femenino un pequeño capital. Por eso nos vemos pasar de mano en mano, por disposiciones testamentales que deciden el destino de los mismos, como se carga y lega algo valioso e importante. Cierto es que, en justa compensación de estos altos precios, la moda no cambiaba con la ridícula rapidez de la actual que apenas llegue a la compradora la puerta de la tienda cuando ya resulta pasado lo que acabas de escribir

Lo más característico de los vestidos femeninos era la anchura falda que hacía característico que hace característica a la época y que siempre tenemos presente en el recuerdo de los vestidos de las damitas de las Meninas: los guardainfantes. La cosa venía de lejos, hacía muchos años que la moda imponía el dar una nueva figura del cuerpo femenino y así venía rigiendo ya de antiguo Comenzaron los verdugadas , grandes faldas de ancho vuelo que se mantenían separadas del cuerpo gracias a unos aros de alambre recubiertos de telas que se cogían primero por dentro y después por fuera. De los vestidos femeninos siguieron los guardainfantes que nos ocupan continuaron con los miriñaques y todavía tuvo todo aquello prolongación en las crinolinas románticas y por último los polisones de la restauración.

Texto extraído del libro ‘El Madrid de los Austrias’

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