En el Madrid de principios del S. XX la mayoría de las clases modestas vivían en corralas. Muchas de ellas eran antiguos conventos o casas señoriales que, abandonados durante la Guerra de la Independencia o la Desamortización, se habían transformado en viviendas poniendo tabiques y abriendo puertas que daban todas a un patio central. En el corredor estaban las cocinas, los lavaderos y los retretes de uso colectivo.

En 1901 la casi totalidad de los oficios los ocupaban los artesanos, un obrero especializado cobraba cuatro pesetas al día y un peón de albañil una peseta al día. Muchas mujeres que trabajaban fuera de casa lo hacían en talleres de bordados o en obradores de plancha. Y los comercios eran tiendas pequeñas, algunas de ellas sobreviven en la calle de Toledo, en la calle Luna o en el viejo barrio de los Austrias.

Los madrileños usaban comunmente la capa, aunque las clases acomodadas empezaban a usar ya el gabán o la levita de invierno. Con la Primera Guerra Mundial aparecerá la gabardina, llamada «trinchera», porque era de sobrantes de uniformes hechos en Cataluña que se quedaron sin vender al acabar la contienda en 1918.

Plaza de Cascorro, 1912

El Madrid de principios del siglo pasado tenía sus propios sonidos: las campanitas de las monjas, las cornetas de los cuarteles, las campanas de las parroquias, las sirenas de las fábricas (como los talleres metalúrgicos  Grasset, Sociedad de Construcciones Metálicas, Jareño y Compañía; los talleres de la Fundición del Norte), los pregones callejeros y los ciegos cantando coplas. Abundaban las tabernas donde las gentes se acercaban a compartir vino y alternar. El ambiente de las calles era pintoresco, proliferaban los vendedores ambulantes, los mulos y los caballos tirando de los carros y coches y los mendigos, cientos de mendigos.

Más información en «El Madrid que se nos fue. Retrato de una época», de José María de Mena.

 

 

 

 

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