En Madrid funcionaban dos tipos de mercado negro: el realizado a gran escala y el del menudeo. El primero estaba protagonizado por los grandes estraperlistas, que sobornaban a los funcionarios para hacerse con guías de transporte con las que introducir en Madrid partidas de género; por los industriales, que desviaban una parte de la producción al mercado negro; y por los comerciantes y almacenistas, que también tenían comprados con dinero o mercancía a los funcionarios municipales. El ciclo lo cerraban los inspectores de abastecimientos o de tasas que cobraban por no descubrir una doble contabilidad o una falsificación de cartillas.
El pequeño mercado negro lo protagonizaban miles de personas que cada día se trasladaban a los pueblos de la provincia e incluso de las provincias limítrofes para comprar alimentos, tanto para ellos como para sus familiares, amigos y vecinos. Allí podían adquirir aceite, quesos, legumbres e incluso carne, gracias a que los agricultores, al igual que los granjeros, no declaraban toda la producción. En este mercado negro participaban igualmente los terratenientes a quienes el Gobierno había devuelto sus tierras, pero les había limitado el precio de los productos y les había fijado a quién debían venderlos, lo que había mermado considerablemente su fortuna. El problema para quienes se dedicaban a este mercado negro a pequeña escala era que estos viajes, que por lo general se hacían en tren o, como mejor opción, en coche, estaban muy vigilados. Por un lado, había retenes de policía en las estaciones y, por otro, existían puntos de control a la entrada de la ciudad, donde los consumeros cobraban los arbitrios por los artículos que se querían introducir. Asimismo, parejas de la Policía y de la Guardia Civil lo mismo recorrían un tren que paraban a los automóviles y camiones en un camino para inspeccionar su carga. Ante ello se desarrolló la imaginación y se utilizaron desde instrumentos musicales hasta ataúdes, pasando por muñecos o bidones de doble fondo. En los cargamentos por carretera, los sacos de alimentos se escondían entre partidas de yeso o cemento.
Quienes iban en tren —el de Arganda que salía de la estación del Niño Jesús era muy utilizado— estaban más expuestos a que les requisaran las mercancías, por lo que inventaron un sistema para eludir la acción policial. Así, llegaron a acuerdos con chicos que vivían a uno o dos kilómetros de la estación y que esperaban cada día el paso de los trenes. Por las ventanillas comenzaban a caer sacos, paquetes, cajas, todos marcados con una señal identificativa, que los pequeños llevaban a sus casas, donde más tarde eran recogidos por sus propietarios a cambio de una parte de la mercancía o de una cantidad de dinero. Las autoridades, que sabían lo que estaba ocurriendo, se movían en un extraño equilibrio entre taparse los ojos y sancionar e incautarse del material de vez en cuando.
Cada uno buscó la mejor fórmula para subsistir dentro de sus posibilidades.
Nuestro director, jugándose su cargo, estuvo durante unos meses cobrando en especie parte de los trabajos de la Sociedad Metalúrgica —explica Carlos Mingote—. Gracias a ello tuvimos lechugas, repollos o huevos que se repartían entre los obreros. Algunos empleados de cierta categoría tuvimos que dar la cara en más de una ocasión. El médico de la casa, el representante de la central siderúrgica y yo tuvimos que ir en pleno mes de agosto, con un sol de justicia, a por una partida de judías que nos daban a cambio de una nave que habíamos arreglado. Era peligroso porque estaba todo controlado. También fui varias veces a título particular en el tren correo que llegaba a las dos de la mañana a Albacete para comprar en la Posada de la Feria, que estaba al otro lado de la ciudad, para tomar luego un tren que volvía a las cuatro. En uno de los viajes fui con dos guardias que se apearon conmigo. El viaje fue muy agradable, ya que estuvimos contando chistes. Allí, en Albacete, para hacer llegar el género comprado hasta la estación había unos tíos que pasaban la mercancía de un lado al otro del puente, que estaba vigilado. Ya en la estación, los guardias que habían viajado conmigo me vieron hablando con uno de esos transportistas y me preguntaron que cuánto me habían sacado. Les dije que diez duros y una cajetilla de tabaco y uno de los guardias me dijo que le pegara; le dije que no, que me hacía un servicio, y entonces le pegó él porque decía que aquel tipo estaba abusando de nosotros, de mí y de ellos que habían ido también a buscar comida para sus familias. En esos viajes, mi suegro, que era ferroviario, esperaba en la estación de Atocha con más miedo que siete pensando que me podía pasar algo. Cuando llegaba, le daba lo que trajera —lentejas, un par de quesos— y él salía por la puerta de Méndez Álvaro, que era la puerta de talleres, y yo salía sin nada por la puerta principal —recuerda Mingote.
También rememora cómo muchos ferroviarios aprovechaban los viajes para traer comida.
Teníamos un botones en la oficina, que era, precisamente, hijo del maquinista que tuvo la desgracia, al principio de la guerra, de conducir el tren que paró en el Pozo del Tío Raimundo y que se hizo famoso porque muchos viajeros fueron asesinados. Cuando terminó la guerra, la policía fue a buscarle a su casa y por lo visto se tiró por el balcón y se mató. Los compañeros del fallecido, en su recuerdo, se encargaban de suministrar comida a la viuda y a los dos chicos que tenía para que pudieran sobrevivir.
En julio se implantó la cartilla del fumador sólo para varones y ello permitió a los que no fumaban alquilar o intercambiar por alimentos estas tarjetas con cuyos cupones se podían adquirir cigarrillos Ideales, finos de hebra y superiores. No obstante, eran de tan mala calidad que, quienes podían, compraban a la salida de los restaurantes y salas de fiesta paquetes de Lucky o Philip Morris procedentes de decomiso, que eran vendidos por mujeres y niños a veinte pesetas la cajetilla Quienes no podían hacer este dispendio, partían por la mitad los pitillos racionados y utilizaban las colillas.
Otros vivían de la reventa, comían las sobras que pedían en los cuarteles o eran habituales de los comedores de Auxilio Social. Muchos niños recolectaban colillas o protagonizaban pequeños robos, otros iban a las catequesis para preparar la primera comunión, porque luego les daban de desayunar. Algunos se ponían sus mejores ropas y acudían a las bodas que se hacían en los hoteles los sábados y domingos y se entremezclaban con los invitados. En la calle se podía encontrar desde pan hasta tabaco, pero era por los pisos donde se vendía la mayor parte de los alimentos: «Le decíamos a una vecina que conocía a una estraperlista: “cuando venga a tu casa que pase por la mía”. Aparecía una mujer —por lo general eran mujeres—, con judías o garbanzos. Llevaban el género disimuladamente en una bolsa como si vinieran de la compra, porque se lo podían quitar. Por lo menos, costaba el doble que en el mercado», recuerda Cecilia Alameda. «El trapicheo era el gran negocio de los españoles», aseguraba Ángel María de Lera. Lógicamente, esta situación favoreció la adulteración y el robo. Cada cierto tiempo, los periódicos hablaban de que se había detectado una partida de carne comprada en mataderos clandestinos sin control sanitario o se hacían eco de industriales que habían sido sancionados por vender leche aguada o de comerciantes que sisaban en el peso.
Texto incluido en nuestro libro ‘Madrid en la posguerra’ de Pedro Montoliu.