Hay diferentes referencias sobre los ejecutados en la Plaza Mayor durante el Siglo XVII: el 15 de febrero de 1662, cinco mozos; el 27 de enero de 1624, fueron ahorcados seis y degollados ocho.
Era frecuente que los cadáveres de los condenados que morían antes de que se ejecutara el castigo, fueran conducidos hasta el cadalso y se les colgara ya inertes. Tal fue el caso de un alférez que había sido condenado a pena capital y al que dieron muerte en el Cárcel de la Corte, el 11 de enero de 1623. Le arrastraron hasta el patíbulo, le colgaron de la horca y le clavaron una mano y después la clavaron en el lugar donde cometió el delito. Como puede apreciarse, el ensañamiento no tenía límites.
Encontramos otro caso acaecido el 15 de enero de 1627, cuando un estudiante, condenado a muerte por ladrón, quedó tan maltrecho durante el tormento al que fue sometido, que al ser conducido con otros dos más al patíbulo, expiró mientras se le subía en brazos a la horca, y ya muerto, fue colgado de ella.
La simple justificación de “por atrocidades” servía como argumento para una condena a muerte. Las atrocidades podían ser crímenes, homicidios, robos, violaciones, pendencias saldadas a garrotazos o, simplemente, vejaciones. Una reseña de la época dice que en 1705, al zamorano Juan Alfonso, “le fue dado garrote vil en la Plaza Mayor de Madrid por atrocidades”.
Para atrocidades las que se cometían con los reos, antes y después de ser ejecutados. En marzo de 1742 un tal Ángel Romero, condenado por las citadas atrocidades, fue arrastrado por las calles de Madrid, ahorcado y puestos sus cuartos en el camino, aunque la cabeza y su mano derecha fueron llevadas a su ciudad de origen, Logroño, para ser expuestas públicamente.
Texto extraído de nuestro libro ‘Plaza Mayor de Madrid, cuatrocientos años de historia’.
EL ENGASTADOR, EL BRILLANTE DE TRES QUILATES,
EL GALLO Y LAS VECINAS
Suceso es real y cierto,
en Madrid y en pleno centro.
también el engaste incierto
y un gallo se cuela dentro.
Retirándose a comer
un colega al mediodía,
desguarneció en su taller
brillante de gran cuantía.
Quedó solo en la bandeja
sobre la pulcra pastera,
sin emitir una queja
y en silencio la astillera.
Por una ventana abierta
desde el patio de vecinos,
inició una descubierta
un gallo de los más finos.
Con un corto y torpe vuelo
se encaramó en el dintel,
aterrizando en el suelo
que le sirvió de escabel.
La ronda ya comenzada
entre oteo y cabildeo,
el fulgor de llamarada
le deslumbró en su paseo.
Y aquel gallo pretencioso,
viendo en él su vivo espejo,
cacareó majestuoso
retratado en su reflejo.
Y con recio picotazo
el brillante se tragó,
y fue lazada y fue lazo
que la vida le costó.
Al gallo vio la sirvienta
de un prócer del principal,
que fregoteaba lenta
entre arrobo virginal.
Llegado el desventurado
espeso tras la comida,
con un grito desgarrado
exclamó»hostias mi piedra huida»!
Y encorvado por el suelo,
escudriñándolo a gatas,
blasfemaba contra el cielo
entre tallas de oro y platas.
Acudieron las vecinas,
el prócer y su sirvienta,
se despoblaron cocinas
y bizcaba una asistenta.
Bulla, bullanga y dislate
y cónclave en la escalera,
y exponiendo escaparate
una moza ventanera.
Salió el gallo a la palestra,
quien oculto en un rincón,
con una llave maestra
el prócer dio defunción.
Un cuchillo por ensalmo
apareció en una mano,
y sin letanía y salmo
le abrió en canal un profano.
Y el brillante apareció
verdad que un poco manchado,
pero fúlgido lució
en solitario engastado.
Pues el Madrid de posguerra,
el de las hambres caninas,
y tiestos colmos de tierra
criaba gallos y gallinas.
Y tal ve como anticipo
de tiempos que se avecinan,
colegas os participo
si a lo mismo nos conminan.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho