Costureras y modistillas

De entre todos los trabajos que han ejercido las mujeres a lo largo de la historia, el de la costura resultó casi algo natural. Ejerciéndolo en casa, por encargo de familias adineradas, o más tarde en talleres o fábricas, miles de madrileñas se ganaron la vida con una aguja entre los dedos. En muchos casos, empleadas con cargo a la Casa Real, que se convirtió en uno de los mayores empleadores a través de las reales fábricas, donde las condiciones de trabajo y los salarios eran mejores. En otros, ocupándose en talleres, pequeños o grandes, o directamente en casa, cobrando a la pieza.

Victoria López Barahona (Las trabajadoras madrileñas del siglo xviii: Familias, talleres y mercados) hace un exhaustivo estudio de las condiciones de vida de estas empleadas. En él se recogen las mil y una actividades en las que las mujeres, aguja en mano, prestaban sus servicios: cosiendo los cordobanes y las suelas por encargo de los curtidores en el siglo xvi, bordando, cosiendo botones, haciendo ojales, hilando… Muchas calles de Madrid aún conservan sus nombres, puestos probablemente en su día para identificar las zonas donde trabajaban estos colectivos: calle Botoneras, calle Hileras… todas cerca del corazón de la ciudad.

La gran mayoría de ellas trabajaban a cambio de un salario, aunque había algunas que eran obligadas a realizar estas tareas por su condición de internas en una institución benéfica o por estar presas. En el caso de los artesanos, maestros de un gremio, sus mujeres acostumbraban a ayudarles, tanto preparando la materia prima como ocupándose de los remates, o atendiendo a la clientela. Pero ellas no eran maestras; lo impedía la normativa sobre los gremios.

En ocasiones incluso ayudaban a otros talleres, ya que algunas conocían el oficio y lo dominaban con total maestría, haciéndolo —según relatan documentos de la época— con más habilidad y cobrando menor sueldo. Pero los hombres hicieron causa común contra ellas, para evitar lo que sin duda les resultaba una insoportable competencia que se apresuraron a eliminar. De este modo, en las ordenanzas gremiales se recoge claramente que las mujeres pueden ser propietarias de los talleres —que llegan a sus manos, mayoritariamente, al enviudar—, y pueden también transmitirlos a sus hijos, pero no pueden ser ellas mismas maestras en el oficio.

En el primer tercio del siglo xix existían en Madrid unos ochenta talleres de costureras y sesenta de modistas. El trabajo se va especializando: hay costureras, encajeras, ojaleras, botoneras, pasamaneras… de los gremios se pasa a los talleres, donde se aprende paso a paso la profesión. En ellos, las mujeres se ocupan de coser las prendas y de sus acabados, pero nunca del corte: eso seguía siendo exclusivamente trabajo masculino. Nada de esto frena a las mujeres; las modistas ponen hasta carteles en sus balcones anunciando sus servicios, con gran enfado de los maestros sastres.

En el más bajo de los escalones del oficio, porque es donde se inician, se sitúan las modistillas, las más populares de entre las trabajadoras de la aguja. Son el último escalón de la cadena: entran en los talleres para aprender a deshilvanar, cosen botones y van aprendiendo poco a poco el oficio. Son muy jóvenes, y a la salida de sus centros de trabajo parecen bandadas de pajarillos que siembran de alegría las calles y atraen a innumerables moscones.

Las modistillas en muchos casos no tenían ni sueldo: sólo cobraban las propinas que les daban las señoras de la alta sociedad que venían a probarse las prendas. A cambio, aprendían un oficio que, con un poco de destreza, les permitiría ganarse la vida en los años venideros. Eran miles en Madrid. Trabajaban en talleres situados en Lavapiés, en los alrededores de la Gran Vía y la calle San Bernardo, principalmente.

Una de las tradiciones más populares de Madrid tiene que ver, precisamente, con las modistillas, y es la visita anual, el 13 de junio, a la ermita de San Antonio de la Florida, el santo casamentero por antonomasia. Allí acudían en tiempos —y siguen yendo a día de hoy, aunque más por razones sentimentales y de tradición que con su objetivo original— las modistillas para cumplir con la liturgia de la pila y los alfileres. Consiste esta costumbre en depositar, sobre una pila de piedra que se encuentra a la derecha de la entrada al templo, trece alfileres. A continuación hay que posar la mano sobre ellos, presionando con suavidad, pero de modo firme el envés contra los alfileres. Se supone que el año deparará a la persona que ejecute este acto tantos novios como alfileres resulten clavados en la palma de la mano.

Texto incluido en nuestro libro ‘Mujeres y Madrileñas. Madrid en femenino‘ de Sara Medialdea

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