Eran las «modistillas» aquellas jóvenes que trabajaban en los talleres de Lavapiés deshilvanando y cosiendo botones mientras aprendían el oficio que las haría modistas, sin diminutivos. Además de su formación, lo único que recibían eran las propinas de las señoras que se venían a probar la ropa.

Las populares modistillas de finales del S. XIX y principios del XX encarnaron -en buena medida- el espíritu y la personalidad de la madrileña. Mujer que, según el cronista Pascual Madoz, se caracteriza por «su finura, su elegancia, su gracia en el vestir, sus artes de recreo, sus talentos de sociedad, sus estudiadas maneras para presentarse y agradar, la perfección con que cantan, bailan, hablan y seducen, y el acierto con que saben hermanar la gracia nacional a la extranjera, forman un tipo especial madrileño, que jamás se confunde con el de otras provincias de España». 

Estas mozas convirtieron a San Antonio de Padua en su patrón, el más casamentero de todos los santos. Esa era la razón por la que todos los 13 de junio dejaban el dedal y la aguja y bajaban con sus mantoncillos de talle, sus pañuelos a la cabeza y sus alfileres, para ir a la ermita de San Antonio de la Florida en busca de novio.

La tradición -que se ha mantenido hasta nuestros días- era que las chicas casaderas debían echar a la pila bautismal de la ermita trece alfileres y después meter el brazo. Los alfileres que quedasen prendidos en la mano serían los novios que tendrían ese año.

Tras el rito, llegaba la verbera, la limoná, la cena y el baile, con el consiguiente flirteo en La Bombilla, paraje castizo donde los haya, sainetesco y escenario de amoríos incipientes. Por las tardes, aquel lugar solía estar frecuentado por las jóvenes modistillas, mientras que por las noches eran las mujeres vistosas y los hombres majos quienes se dejaban caer por allí.  

Más información en «Viejos oficios de Madrid» de Ángel del Río López.

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