En el Siglo XIX, el comercio avanzaba en Europa a ritmo vertiginoso y en Madrid, aunque contemplaba cambio con prevenciones, lo hacía también. La libertad de compraventa que se había decretado en 1834 había disparado el número de establecimientos en la ciudad. Con excepción de los alimenticios, todos se concentraban en zonas concretas de la ciudad, generalmente en el centro. Las tiendas eran pequeñas, especializadas en la venta de materias concretas, con escaso atractivo visual, deficiente iluminación y estrechas dependencias. Muchas estaban orientadas a los productos de primera necesidad y no eran más que clásicas tiendas de “comer, beber, arder” y vestir, como se decía entonces. Es un dato revelador que en 1890 existían en Madrid 1268 tiendas de ultramarinos y un centenar de confiterías.
Como en las fábricas, los dependientes solían vivir de internado en las tiendas. El bajo salario que percibían era compensado con la manutención y el alojamiento, convirtiéndose en una especie de sirvientes versátiles ya que atendían el negocio y, al mismo tiempo, buen parte de las tareas domésticas. No era raro que los dependientes durmieran en la misma tienda, sobre los mostradores o en pequeños habitáculos improvisados que no reunían unas mínimas condiciones higiénicas. Un informe del Instituto de Reformas Sociales abordaba la situación de este colectivo constatando como “casi todos duermen en sótanos, sin ventilación o en habitaciones inverosímiles, se levantan con la aurora, dura su faena todo el día, comen deprisa y corriendo, cierran a la hora correspondiente y después arreglan dentro, colocan los objetos en los escaparates y muchos ajustan las cuentas del día«.
Las nuevas estrategias comerciales de los grandes almacenes extranjeros tampoco habían llegado al Madrid de la época. La mayoría de las tiendas, a excepción de las de alimentación, cerraba sus precios por medio del regateo, guardando la mercancía en baúles, bajo los mostradores, ya que por ejemplo existía la creencia entre los comerciantes de tejidos, de que el buen paño en arca se vende. Exponer el artículo al público, además de resultar un absurdo a sus ojos, hacía que este terminara deteriorándose o fuera sustraído. A estos lúgubres establecimientos solo acudía el cliente cunado necesitaba un artículo y, si no, lo hacía para pasar el rato regateando y bromeando con el vendedor o, las más de las veces, comentar las habladurías del barrio o los hechos de la más rabiosa actualidad.
Texto incluído en nuestro libro ‘Madrid, aquel comercio‘