y Una de las dedicaciones que, pese a no figurar entre las primeras que se asignaron a los serenos, llegó a convertirse quizá en la más característica fue la apertura de portales. En los años de su creación ni tan siquiera aparecía en la mente de los gobernantes la posibilidad de que los faroleros que después se convertirían en vigilantes nocturnos tuviesen que andar cargados de un pesado manojo de llaves, corriendo de un lado a otro de la demarcación para atender al punto los requerimientos de los noctámbulos.

Sería años más tarde, al proliferar las vivienda de vecindad, los edificios de pisos al estilo de las colmenas y, sobre todo cuando, según dice en 1864 la Historia de la Villa y Corte de Amador de los Ríos, “los negros y hediondos portales de los que está destellada la limpieza son sustituidos por elegantes pórticos perfectamente adornados y con sus correspondientes porterías”, cuando los ciudadanos, además de portar la llave de su propia casa, se veían obligados a cargar también con la de la puerta que daba acceso a la zona común del inmueble. Recuérdese además que antiguamente se usaban unos pedazos de llave de tamaño impresionante. Sus diez o quince centímetros, amén del cuarto o medio kilo de peso. Se comprenderá que marcharse uno de juerga con un par de aquellas piezas en el bolsillo no resultase del todo agradable. Por tanto a alguna mente práctica se le ocurrió plantear a aquel señor tan amable que se encontraba de manera infalible cada noche rondando su puerta, la posibilidad de que se hiciese cargo de la llave, siendo sí, debidamente compensado. La costumbre se extendió hasta el punto de que la totalidad de los vigilantes asumió la tarea de portar llaves de todas y cada una de las fincas de la demarcación.

Sereno en Madrid

Sereno en Madrid, en 1935

Para los caseros, que regentaban viviendas en alquiler representaba también un sensible ahorro al no verse en la obligación de sacar una copia de llave del portal para cada uno de sus inquilinos, teniendo en cuenta que éstos, en muchos casos, alcanzaban varias decenas. De este modo, con tan sólo dos o tres ejemplares uno que se quedaba él mismo, otro que entregaba al portero si lo había y un tercero al sereno, se cumplía con el deber de franquear la entrada a los residentes sin poner en peligro la seguridad de las viviendas, pudiendo ser cerrado el portal a una hora prudente. El portero podía retirarse tranquilamente a sus aposentos y acostarse sin ningún cargo de conciencia porque, después de dejar cerrada tras él la entrada al portal, no se iba a quedar nadie en la calle. Allí siempre estaría el sereno dispuesto a facilitarle el acceso a su domicilio.

Texto incluido en nuestro libro ‘Las doce en punto y sereno’

Las Doce en Punto y Sereno

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