Larra ya destacó en su infancia por una madurez precoz y por su facilidad para aprender y memorizar. A los diez años empieza a traducir obras del francés y a los doce escribe una gramática de la lengua castellana.
La andadura infantil y juvenil de Larra es ciertamente azarosa, razón que le impulsa a dar rienda suelta a su pluma. En un principio se inclina por la poesía: odas, elegías, sonetos galantes… etc y después lo intenta con tragedias o dramones, pero en ambas técnicas fracasa.
El joven muchacho lo intenta entonces con el periodismo. Muy pronto se hace popular entre las tertulias literarias y en los salones de la burguesía lo que le lleva a fundar «El Duende satírico del día», un folleto de periodicidad aleatoria desde donde dispara contra todo lo que se mueve en la Villa.
Su vida estará ligada para siempre al periodismo. Creará «El pobrecito Hablador» y colaborará en otros medios ya consolidados del panorama periodístico madrileño como «La Revista Española» y «El Observador».
No fue un esccritor costumbrista al uso, aborrecía los halagos al casticismo y las costumbres del pueblo. Sin embargo, nos dejó una completa radiografía de la sociedad madrileña de su tiempo, exagerada y teñida por sus tonos más oscuros pero certera al diagnosticar sus vicios: una ciudad que vivía de espaldas al progreso, sin interés por la cultura, servil…
En sus «Artículos de costumbres» denuncia los males de la sociedad madrileña y también las carencias que tiene la propia calle, como la improvisación urbanística o la suciedad de las vías públicas. Desde su púlpito soñaba a diario con una sociedad madrileña diferente, con «tolerancia religiosa, libertad de conciencia, libertad civil, igualdad completa ante la ley…» aunque era muy consciente de que su empeño era inútil: «Escribir como escribimos en Madrid (…) es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar».
Más información en «Treinta hombres que hicieron Madrid (1750- 1950)» de Armando Vázquez.