La afición por las tabernas tuvo también su importancia en el Siglo de Oro, y era ofensa grandísima el que a uno le llamasen borracho. Para hacernos una idea basta recordar los improperios que se lanzaban los escritores; Góngora, por ejemplo llamo a Quevedo “Francisco Quebebo” y a Lope “Lope de Beba”. Los ambientes tabernarios, por tanto, dieron bastante juego a los escritores; recordemos que Cervantes tuvo un idilio con una tabernera de la calle Tudescos. Pero son más las referencias que nos han llegado.
Sabemos de este tipo de locales en Madrid desde la Edad Media, entre los que destacan el Mesón de Arias o el arrabal de San Ginés o el famosos Mesón de Paredes en el barrio de Lavapiés, que parece retrotraerse al siglo XV. También sabemos que había distintos tipos de consumiciones como podía ser la aloja (vino aguado con miel, jengibre, pimienta y clavo) y la carraspada (vino hervido con especias y azúcar) y por supuesto el vino.
En la corte había varias categorías en función del coste eran divididos entre preciosos y ordinarios. Ejemplos de vinos preciosos eran los de San Martín de Valdeiglesias y Cebreros, cuyo elevado precio les daba nombre a su categoría de “preciosos”, con el aliciente añadido de que el vino de San Martín era tan afamado que los propios médicos lo recomendaban como remedio para muchos males, tanto es así que se le llegó a llamar “vino santo” o “vino devoto”.
Otra categoría eran los vinos turcos y los bautizados, paradójicamente en un país tan católico como España el vino malo era el bautizado pues se entendía como tal aquel vino al que se le había echado agua, lo cual suponía un grave delito como así lo refleja el libro de acuerdos del Consejo madrileño ya en 1481, en cuyas cláusulas se condena a cien azotes al tabernero que se pillase en tal entuerto.
Texto incluido en el libro ‘Cervantes, Madrid y el Quijote’